La palabra escrita y el latido vital

En la librería Enclave de Libros, el lunes 14 de noviembre, fue la tarde de María Negroni, felizmente acompañada por Esther Peñas y Juan Carlos Mestre. Un par de horas magistrales sobre la escritura de poesía: el vértigo lingüístico, la palabra que detona, la falla entre significado y sentido, la indagación y el error. Llené el móvil de notas. Mientras los dedos tecleaban, la cabeza celebraba la fiesta de una poesía que se abría con la experiencia amplia de los tres implicados. Entre las muchas frases anotadas, algunas de las que, creo, dijo María Negroni: «El poema como una miniatura del mundo. Lo único que interesa es lo que no sabemos. La poesía es ese espacio donde el lenguaje nos lleva en una ceguera trabajada y trabajosa en una serie de preguntas sin respuestas. Preguntas básicas sobre la existencia, la muerte, el mundo… En la poesía, se produce una tensión máxima del lenguaje que no sé da en ningún otro género. La poesía tiene que ver con los sobresaltos, los alumbramientos y la intensidad emocional que se da en todo texto literario”.

Juan Carlos Mestre, María Negroni y Esther Peñas.

El jueves, 17 de noviembre, en la sala Ámbito Cultural, en el marco del Festival Eñe, tuve la fortuna de escuchar a Alejandro Zambra, quien conversó con Gonzalo Escarpa sobre sus libros y su escritura. Fue un encuentro chispeante en el que descubrí que Zambra no sólo es el gran escritor que me fascina, sino también un hombre lleno de inteligencia y sentido del humor, honesto, llano, buen conversador. De la poesía dijo: “La poesía está muy ligada a lo oral y a la música, por eso me enganchó, pero se enseña muy mal. Sólo se disfruta con placer si uno se topa con ella. Y un poema se lee mil veces, igual que un disco, por puro disfrute, al margen de que se entienda o no”. Sin prisa por irse, Alejandro Zambra, que comenzó como poeta y ahora es un conocido novelista al que le gusta mezclar géneros y romper los códigos establecidos, compartió generosamente los secretos de su quehacer literario y ofreció algunas claves para quienes imparten talleres literarios y quienes se acercan a ellos con el ánimo de aprender a escribir. Personalmente, después de tantos y tantos años como alumna en esos espacios mágicos para la creación literaria, entendí algunas cosas que me han ocurrido o han ocurrido a otros. “Se escribe desde la duda, siempre. Y los talleres quieren resolver las dudas. Los profes son heroicos. Asumen muchos riesgos. Pero hay muy malos talleres de escritura: aquellos en los que o bien los profesores elogian todo o bien aquellos que le dicen a alguien que no tiene talento. Personalmente, creo más en los procesos”. Y más allá de esos procesos, unas palabras de ánimo que resonaban con todo el peso de la verdad y la historia: “Todo lo que hoy es buena literatura en su momento fue raro. Por eso es tan difícil enseñar a escribir. No se trata de buscar lo que nadie ha hecho. La página no está en blanco, está en negro. Todo está escrito. La clave es borrar y quedarse con lo que uno quiere”. Al final, me acerqué a que me firmara Formas de volver a casa, y pude agradecerle personalmente que ese libro me devolviera, en un momento clave, la pasión por la lectura y la escritura de narrativa. Ojalá que se pueda ver su charla, titulada Poeta chileno, jugando con el título de su último libro, en el canal audiovisual del Eñe, porque fue verdadera medicina para los días de bloqueo ante la escritura.

Gonzalo Escarpa conversa con Alejandro Zambra.

Y el fin de semana me recompensó con una escapada gozosa a Alpedrete y Cercedilla. El otoño me regaló un paisaje que disfruté poco tiempo, pero que vibraba con toda la belleza de esta estación. En las inmediaciones del Centro de Visitantes Valle de la Fuenfría tuve una hora mágica, para detenerme en las hojas de los robles y los helechos, los pinos y el musgo, el rastro del frío y las primeras setas.

Tras ese paseo sanador, aprendí mucho en un coloquio sobre la Sierra de Guadarrama, organizado dentro del Festival Bellota Art, promovido por La Dársena. Presentado por Alberto Cubero, el acto se convirtió en un refugio de belleza y sirvió para conocer la magnífica obra del fotógrafo Javier Sánchez, así como sus trabajos en colaboración con Julio Vías, escritor; y la sensibilidad del ilustrador Bernardo Lara. Los libros de los tres fueron también un homenaje a Miguel Tébar, editor de todos ellos al frente de ediciones La Librería, que falleció hace pocas fechas en un accidente de montaña. Sus explicaciones, las fotografías y las ilustraciones compartidas a lo largo de una mañana salpicada por los primeros copos de aguanieve nos recordaron la necesidad de mirar y respetar a esa sierra maravillosa que desde Madrid es horizonte, y el deber colectivo de preservar sus usos, su memoria y su paisaje. Cuánta sabiduría y sensibilidad en sus obras, cuánto oficio, cuánto tiempo dedicado a captar ese mundo que, entre las prisas y el absurdo de hacernos malos adultos, olvidamos disfrutar a pesar de que, paradójicamente, está tan al alcance. Un árbol, una sombra en la montaña, un pájaro, una nube, un atardecer… No lo puedo decir mejor que como lo expresó Bernardo Lara: “En el arte de mirar está todo. La naturaleza ya nos está mirando. Nosotros tenemos simplemente que mirarla, sin más propósito que ese, como los niños”.

Julio Llamazares conversa con José Manuel Navia, con una foto de éste, de fondo.

Y esas palabras resonaron mientras la ventanilla del coche, que nos devolvía a Madrid, iba dejando atrás montañas y nubes vestidas de fiesta. Mi gato Fénix celebró el regreso. Dio saltos y carreritas de bienvenida y no llegó a entender del todo porque las luces volvían a apagarse en casa. Pero como cierre, y a pesar del cansancio acumulado, quería llegar al Círculo de Bellas Artes, a escuchar el diálogo titulado Huellas sobre la tierra, entre Julio Llamazares y José Manuel Navia, que, curiosamente, sirvió de feliz continuación a la charla serrana. Fue un verdadero placer que nos dejaran colarnos en la conversación cómplice de dos amigos, que han compartido proyectos, reportajes, libros y viajes, y que han reflejado desde la escritura y la fotografía muchos de los paisajes y las experiencias vitales que, desde hace décadas, relatan la larga crónica de la memoria y la nostalgia. Aunque casi todo el mundo sepa escribir y haga la lista de la compra; aunque casi todo el mundo vaya con una cámara de fotos incorporada en su teléfono móvil; ambos defendieron la misión que, como escritor y fotógrafo, respectivamente, ellos han elegido: la de ofrecer su testimonio contra el tiempo y contra la muerte. Como ambos explicaron, ahora se habla mucho de la España vacía o vaciada, y demasiados periodistas les han aburrido a preguntas sobre las causas, a pesar de que ellos, como reconocieron ayer, no pueden dar respuestas que corresponden a sociólogos, demógrafos o economistas… Julio Llamazares dio la clave: La lluvia amarilla (que se publicó y leí con devoción en 1988), ya nos ponía frente a un momento y un personaje, a su morir solo que, lamentablemente, es hoy un fenómeno tan rural como urbano.

Sin duda, después de mucho tiempo de interiores y desgana, esta semana ha sido un tiempo de celebrar la vida y la escritura que, en mi caso, van tan unidas. Espero no perder el hilo de las palabras de tanto maestro ni el empuje de estas horas y su paisaje.

Unas vacaciones extraordinarias

Ha terminado el curso escolar y después de muchos años, vuelvo a sentirme como en los remotos tiempos estudiantiles, con un largo verano por delante. Llevo meses escribiendo del cansancio, la necesidad de buscarme y encontrarme, el desánimo que se ha hecho huésped, los sueños aplazados y la salud quebrada. Y de pronto, alguien me brindó la palabra necesaria, excedencia, y me dejó sin excusas ante el espejo vital de las obligaciones al que me acostumbré desde niña.

¿Excedencia? La voz mágica fue haciéndose grande e inaplazable a pesar de todo y contra todo pronóstico. No ha habido tiempo suficiente para ahorrar y emprender aventuras, tampoco mi cuerpo estaba preparado. Esta vez no hubiera sido capaz de llenar una maleta con los pliegues del cansancio. De momento, disfruto de la pausa y el sueño. Así pues, julio ha comenzado de forma extraña, desobedeciendo al despertador programado y perpleja ante un tiempo nuevo. Aún estoy desubicada frente al calendario, procesando los consejos que me llegan y los deseos propios, cuadrando la anchura de los días con las expectativas.

Mi extrañeza está rodeada de un silencio que recuerda el tiempo de la pandemia. El bar de abajo ha cambiado sus horarios y durante la mañana reina el silencio. El instituto próximo ha bajado las persianas de las aulas y ha desaparecido el bullicio que enmarcaba mi jornada laboral de teletrabajo, entre el paseo adormilado y numeroso de primera hora y la ruidosa estampida del mediodía. Pero este tiempo no es el del confinamiento y la pandemia, aunque el bicho siga suelto, vivito y coleando. En mi caso, confío en que sea el tiempo de la salud y el disfrute, también para los proyectos de escritura que requerían las horas seguidas que no existían.

Tras los primeros días, empieza a asustarme que todo este tiempo pueda evaporarse como en una magnífica tribuna de Juan José Millas, que recuerdo al inicio de cada periodo vacacional. En aquel texto, que no logro encontrar en Internet, el gran columnista que es Millás atinaba al comparar las vacaciones con la bebida que siendo un niño reclamaba en la verbena estival; y avisaba del peligro de que estos días tan anhelados se disipen como aquella gaseosa, consumida con un ansia que impedía saborearla.

Supongo que el recuerdo de ese texto y la obstinada huella de la productividad me llevó a buscar una larga lista de tareas (personales y domésticas), que hace tiempo escribí y después abandoné por falta de fuerzas. Nada más dar con ella, Fénix se tumbó encima. Lo interpreté como un alegato a favor de la pereza. Sólo él, capaz de dormir durante horas, podía imponerme el mandato del descanso y detener el tiempo. Cuando, por fin, levantó su tripa blanca del papel, descubrí que era una vieja versión. Un nuevo hallazgo a destiempo que me enfrentaba con lo que fijamos como tarea ineludible cuando tal vez no lo sea.

¿Sustituir un rodapié arañado? ¿Comprar disolvente para quitar el adhesivo de una puerta? ¿Abrir las cajas convertidas en mesilla tras una mudanza que cumple cuatro años? ¿Ordenar las fotos que se han vuelto hambrientos seres digitales que devoran el disco duro? ¿Revisar los contratos de suministros abusivos? Por supuesto, retomar el dentista y pagarlo religiosamente; volver a revisar mis ojos y atender nuevos achaques. Guardar la ropa de invierno y buscar el bañador del año pasado porque el agua será posible tarde o temprano, y hay que ver si falla el material elástico o mi cadera. La lista era y es demasiado larga. Estoy dispuesta a tener en cuenta ese consejo felino.

Recordaré que he llegado a este punto casi por prescripción médica. Pero también me apremia que esta pausa sea una cita con el deseo de completar los cuadernos abandonados y retomar el placer de la lectura, un reencuentro feliz y productivo con las palabras. Hay varios proyectos en curso y una pila de libros que han llegado a casa sin alcanzar el hueco alfabético de la estantería. ¡Me hacían tanta falta el día de su compra impulsiva! Pero luego, más que el impulso, faltó el aliento para dar sentido a su promesa de placer y aprendizaje, porque es imposible escribir sin leer, y desde hace demasiado no encuentro el estado mental que requieren los libros que necesito.

Junto a las exposiciones pendientes y las salas de cine, libros y cuadernos han de recrear un verano como el de mi infancia, cuando el calor sofocante me impedía dormir y la madrugada sin horarios se convertía en una interminable noche bajo el flexo, hasta que un mosquito más grande de lo habitual me sacaba de algún mundo imaginario.

Para este tiempo de excedencia sin excesos, he de conectar con el largo verano que existió antes de las obligaciones, sus tardes anchas de calor y siesta, sus mañanas de pereza y tiempo por hacer. Recuerdo que, en aquellos meses de julio y agosto, rescataba las páginas sin escribir de los cuadernos escolares e intentaba historias más ambiciosas que mis recursos de narradora. También pasaba a limpio los poemas que habían ido surgiendo durante el curso. Sólo quería escribir y leer porque sabía que en las palabras existía un refugio contra cualquier inclemencia. Y ese era el mejor de los propósitos.

Hoy necesito reencontrarme con los sueños de la infancia. Quizás este verano similar y extenso sea propicio para sintonizar con quien fui y reconciliarme con quien no soy, hacer las paces con quien se perdió por recorridos vitales que no le eran propios y atendió urgencias que carecían de sentido.

¿Cómo he llegado hasta aquí? Serán los cincuenta. Será haber llegado al límite de mis fuerzas y mis preguntas. Será el deseo de alimentar la vida con nutrientes reales y saludables. Será la palabra de otros que se ha hecho estímulo y motor. Será la necesidad de respeto para conmigo… Sin duda, deben ser muchas cosas. Tantas que, por fin, me he concedido el regalo del tiempo.

Una oración para el verano

Hubo un tiempo en el que al inicio del verano empezábamos a soñar con las olas. Aquel Atlántico juguetón o furioso que nos desafiaba, al que contestábamos con la alegría y la fuerza de la infancia. Hubo un tiempo en el que, acariciando los últimos días de las vacaciones, se hablaba de uvas y cepas. Todo Jerez olía a vendimia, y el sol marcaba la pauta y el ritmo de aquel esfuerzo sobre los viñedos de la tierra albariza.

En este verano, las olas y las cepas son otras. No auguran nada bueno, pero aún así, necesitamos un verano que nos acune, que nos cuide, que nos sane. Un verano que ponga remedio al cansancio de cada uno. Un verano que nos ofrezca noches largas de conversación al fresco, nuevos baños de mar, el sabor de sardinas y guisos marineros junto a un puerto, la pereza de la siesta, el paseo entre la neblina de los bosques del norte, el frescor y la penumbra de los templos de piedra, el placer de las lecturas aplazadas, el sosiego de los lugares pequeños, el rumor de un riachuelo, el recorrido por las salas pausadas de un museo, el zumbido de algún insecto inofensivo, el silencio de amaneceres ajenos al horario laboral y la gozada de mirar el cielo durante horas…

Tenemos tantas ganas de un buen verano que los planes se nos hacen un nudo y rezamos hacia dentro, en una oración pagana que implora compasión. Tenemos tantas ganas de mar que el embarcadero del lago de la Casa de Campo nos resulta una alucinación propicia y una promesa. Así me pareció el pasado viernes, cuando la brisa aligeraba el calor sofocante de los días previos y una enorme luna desplegaba belleza con todas sus fuerzas, y nos la transmitía. Y era posible ver el mar desde Madrid.

Ojalá logremos el descanso que anhelamos, la paz que hemos echado en falta, el tiempo de la escucha hacia los demás y hacia nosotros mismos.

Os deseo lo mejor para estos días por venir y espero que lo podamos contar y compartir a la vuelta. Felices vacaciones, feliz pausa, feliz descanso.

Recortes del tiempo efímero

Me encantan los periódicos. Su tacto, su olor, la sensación de nuevo y viejo que dejan sobre las yemas de los dedos. Desde hace demasiado tiempo tengo el gusto o la manía de archivar, conservar, apilarlos… Siempre pienso que un día recortaré el artículo que tanto me interesaba, que leeré los análisis de fondo, esa mirada, al margen de la fecha de publicación, que explica certeramente la realidad que nos concierne.

Pero lo cierto es que rara vez tengo tiempo para volver a ellos y al final, están destinados a ocupar un rincón de la casa donde acaban por volverse paisaje. Hasta que un día su presencia sombría acaba por molestar y los tiro sin ver, o les doy una última oportunidad de lectura inoportuna y desmerecida.

Ocurre entonces que las noticias son viejas, aunque el periódico no tenga más de unas semanas. Que apenas recuerdas algunos de los sucesos que incluye. Que se produjeron novedades, giros inesperados, reacciones, traiciones, mentiras… Ocurre que la crónica de aquel cercano entonces contrasta con lo que esta mañana escuchabas por la radio entre el sonido del agua de la ducha.

En España, lamentablemente, los periódicos se llenan de lo que dijo menganito y contestó fulanito. También es habitual que los susodichos sean políticos muy bien remunerados que aún no han entendido que les pagamos por hacer más que por hablar. De ahí que una gran mayoría pierda la fuerza por la boca, y una buena parte de su sueldo desaparezca convertido en saliva cuando no en mala baba. Esas páginas de crónica declarativa de circunstancias y coyuntura no soportan ni un par de días sobre la mesa. Son irrelevantes, y sólo constatan su inoperancia y nuestra decepción.

Sin embargo, hay noticias y testimonios que nos conmueven, de buena mañana; datos económicos de consecuencias y sombras alargadas; dramas grandes y pequeños que nos atraviesan; países y regiones que estallan en convulsiones sociales o escaladas bélicas, y luego no resisten la agitación del suceso continúo en nuestra asfixiada memoria. Eran noticias que abrieron sección, que estuvieron en portada y con el paso de los días son olvido.

Hoy ha sido uno de esos días de limpieza. Antes de que los periódicos hicieran su último viaje al contenedor azul, les he echado ese vistazo rápido que inútilmente intentaba hacerles justicia. Como otras veces, entre sus páginas han surgido muchos titulares que no han dejado de hacerme preguntas: sobre la fragilidad de mi memoria, sobre el azar de lo importante, sobre las sombras y las luces que cubren la actualidad, sobre los intereses que mueven el foco y hacen girar nuestra mirada.

He recortado esas páginas para darles una oportunidad de lectura sosegada, de seguir el hilo y no olvidar… porque esas noticias que un día se colaron en un periódico nos siguen hablando de un mundo roto que no queremos ver.

Hay titulares como el que dice que “La mayoría de las empleadas domésticas carece de un hogar digno”, y nos recuerda que alguna vez las calificamos como esenciales; la noticia se publicó en la sección de Madrid, ese territorio donde la libertad depende de la cuenta corriente. Un artículo amplio explica que en España, en mayo, había registrados 8,134 menores extranjeros tutelados, que se verán en la calle al cumplir la mayoría de edad. Por su parte, las secuelas de los enfermos de covid llegaron a ocupar la portada, porque se presentaban como una nueva amenaza, capaz de desbordar los servicios de rehabilitación de la sanidad española. Otro artículo nos recordaba que casi 3.000 pisos públicos de Madrid fueron vendidos a Encasa Cibeles, un fondo de inversión que solo está dispuesto a ganar, mientras los inquilinos continúan su batalla jurídica y la Comunidad de Madrid sigue jugando al “Pío, pío que yo no he sido”, aunque la operación fue firmada por el Gobierno de Ignacio González, una de las ranas que nos regaló Esperanza Aguirre. En Economía, leo que LG dejará de fabricar móviles tras pérdidas millonarias por la dura competencia china. LG sigue los pasos de otro gigante, Nokia, que también abandonó su ‘conecting people’ tras años de liderar el mercado. Por último, me llama la atención la foto de una mujer que llora y suplica: “Ayúdenme a liberar a mi hijo Roman”. Se refiere al periodista bielorruso que fue detenido tras el desvío forzoso de un vuelo comercial. Aquel aterrizaje y la posterior desaparición de Roman Protasevich alteró buena parte de la actividad de las aerolíneas que tenían que atravesar el espacio aéreo de Bielorrusia, pero ¿alguien sabe qué ha ocurrido después con el joven periodista y con su novia, detenidos en Minsk?

El puzzle me deja una profunda sensación de desasosiego. Vivo en una burbuja rodeada de dolor y desigualdades y lo sé. Coexisto con esas mujeres que limpian casas y asumen tareas de cuidados, viajo en el metro con ellas; pero permanezco al margen de su batalla diaria. Igual que con esos menores, que no son más que niños empujados por la pobreza y la vulneración de derechos básicos. Básico es también contar con un techo, igual que es fundamental la libertad de expresión o una sanidad pública que no esté permanentemente al borde del colapso… Pero todo está en jaque y en suspenso. Vivimos en un momento en el que un gobierno puede desviar un vuelo o vender tu casa. Y la línea de negocio de esa compañía gigantesca de la que alguna vez tuviste un móvil se derrite como un azucarillo, aunque logró ser uno de los primeros fabricantes del mundo y veíamos más su logotipo que a las personas de nuestra familia.

Supongo que para una ciudadanía con una opinión propia y fundamentada, la lectura y el seguimiento diario de las noticias es más un deber que una opción. Estar informado para opinar, para discernir. Pero poco aporta una información sin contexto ni seguimiento, que levanta un polvorín de sorpresa y ruido, y luego carece de análisis y continuidad. Vivimos en un mundo tan grande y tan hiperconectado que todo es a la vez relevante y nimio para nuestras vidas. Llevamos un año y medio sin levantar cabeza porque un virus se propagó a partir de la ciudad china de Wuhan. Hay decenas de fábricas paradas por falta de determinados minerales ante un planeta exhausto. Pero prima la anécdota, la foto o el video de impacto frente a tendencias de fondo que están conformando estructuras que aumentarán la pobreza, las desigualdades, el hambre, la crisis climática y la vulneración de derechos fundamentales.

Hace años, cuando nos íbamos de vacaciones y no llevamos un teléfono móvil encima, regresábamos a casa como nuevos. Los horarios al margen de los informativos televisivos nos permitían una desconexión total y, a veces, nos preguntábamos qué estaría pasando en el mundo mientras nos tomábamos un helado. Ahora, nos vayamos lejos o cerca, nuestro teléfono nos dará alertas y sobresaltos diarios, tanto de los irrelevantes como de los importantes. Y en cualquier punto del planeta encontraremos un televisor enchufado a tiempo completo, escupiendo imágenes impactantes con rótulos incomprensibles. Cada vez es más tentador volver a ese tiempo de paréntesis y hacerlo perpetuo. Y lo malo es que ese escenario tan apetecible y acogedor es también muy peligroso. Se da la paradoja de que si dejamos de pensar y de hacernos preguntas sobre todos los agujeros negros de la actualidad, tal vez seamos más felices en nuestra pequeña burbuja, pero estará creciendo el abismo que nos separa de una sociedad más habitable para la mayoría.

Cuenta atrás hacia la primavera

El tiempo siempre nos hizo trampas. Cuando éramos pequeños soñábamos con crecer y anhelábamos que todo fuera más rápido, usar la mano entera para alcanzar el cinco y después, las dos manos para sumar hasta diez. ¡Menuda cifra! Luego atravesamos los años confusos de la adolescencia y la juventud. Ya no mostrábamos nuestra edad con los dedos de la mano, pero tampoco nos salían las cuentas. Era demasiado pronto para ciertas cosas, demasiado tarde para otras. Nos hicimos mayores sin ser realmente conscientes, y la década de los treinta y los cuarenta no cumplieron demasiado con el guion previsto, aunque en mi caso, a falta de un par de meses, están prácticamente completadas.

Día a día y año tras año, el calendario avanza y da la sensación de llevarnos por delante, aunque tachemos los días para saber en cuál estamos y señalemos algunos con círculos de colores para no despistarnos del todo. Tal vez sea la pandemia y la vida medio confinada, pero yo siento más que nunca este tiempo extraño que se escapa sin vivir. Mi confusión temporal se ha multiplicado a pesar de que tengo más calendarios que nunca ante los ojos. No faltan los momentos diarios en los que tengo que mirarlos varias veces. Y pellizcarme. La vida pasa.

Estamos a punto de concluir febrero. El carnaval fue una nube borrosa sin disfraces ni bailes; más que nunca, dejó un halo de ceniza. La naturaleza sigue, a su ritmo, y ya he visto almendros en flor. Quizás sus pétalos delicados y su fragancia estén intentando despertarnos de nuestro atontamiento. Y tal vez sea que los hemos visto sin verlos del todo. Se acerca la primavera, pero aún recordamos las heridas que nos dejó la última. Aquella que no disfrutamos ni vimos, la que quedó suspendida en lugares y olores que nos fueron prohibidos: ni el bosque ni el mar, ni el primer azahar, ni el incienso en las calles.

Ante este nuevo marzo, tampoco hacemos planes ni sabemos qué deseos formular o formularnos. El verbo salvar ha perdido su sentido, ¿qué vamos a salvar ahora, si apenas hemos salvado algo desde el año pasado? Las olas, por su parte, ya no nos llevan al mar sino a un listado interminable de cifras que esconden los nombres de personas que no están. Los itinerarios de otro tiempo permanecen cerrados, en un marasmo de normas ante el que nos hemos dado casi por vencidos. Escalar y desescalar no tiene nada que ver con un día de montaña y hace mucho que las curvas dejaron de ser el espacio de una caricia o el giro previo a un paisaje inesperado.

Se suma a mi confusión el hecho de que, en medio de este tiempo sin tiempo, nos insistan ahora en cada aniversario. Se va cumpliendo un año de cada hito fehaciente: el primer ingreso, el primer fallecido oficial, el primer sanitario contagiado, la primera residencia abandonada a su suerte, la primera declaración del estado de alarma… Y mientras los medios nos obligan a la memoria, revivimos el contraste entre el recuerdo de aquella perplejidad y nuestra experiencia hasta ahora. En lo más íntimo, llevamos el recuento de todos los abrazos a los que hemos renunciado, las celebraciones grandes o pequeñas aplazadas, los días que no hemos sido como éramos, los momentos en los que no pudimos hacer aquellas cosas que constituían la verdadera y anodina vida normal.

Vendrá la primavera y nos hará preguntas. Antes de su inicio oficial, aprovecharé los últimos días para coger impulso. De nuevo. Las esperanzas de enero se quebraron en pocos días y febrero, desde hace algunos años, se ha convertido para mí en el tiempo de las oportunidades. Un mes fetiche. Varias carambolas biográficas han hecho de él un mes propicio. Siempre le tuve cariño porque se cierra con el día de Andalucía, esa tierra que hice mía desde los afectos de la infancia, por mucho que mi documentación oficial no diga nada de ella. Pero los últimos febreros trajeron momentos de renacimiento personal y nuevas oportunidades vitales. Regalaron algún día libre que me permitió descansar y disfrutar de una cierta pausa para volver a calibrar las expectativas de brindis no tan remotos. Este febrero he tenido que aprovechar los días pendientes de 2020, esos días de vacaciones que caducan. Los que suelo guardar para el por si acaso, por si surge un imprevisto o algo especial. Días cargados de los planes que finalmente no existieron y a la postre han servido, y no es poco, para coger aire.

Hemos sumado tantas negativas y tanta tristeza, hemos acumulado tanto cansancio que es fácil que fallen las fuerzas. Hemos retorcido tanto nuestras palabras en nuevos y tristes significados que muchas de ellas han perdido su parte de magia y de esperanza. ¿Cómo podremos formular nuevos deseos sin palabras? Tal vez mirando esos pétalos, esos brotes. Resignificando esa vida vegetal y asumiendo parte de su fuerza, de su dinámica imparable.

Somos lo que hacemos con el día a día, ese ajetreo de tareas infinitas que no nos deja llegar a nada, ese tiempo robado por los deberes más que por los placeres y los deseos. Antes de que febrero desaparezca ante mis ojos, haré una nueva lista de ilusiones y proyectos. Quizás escribiéndolos pesen hasta cumplirse. Voy a intentar confiar otra vez en la magia de las palabras. Elegir las más rotundas. Tal vez no se evaporen como los días idénticos y lánguidos en los que nos hemos sumido.

Quiero brindar antes de tiempo por esa primavera que necesitamos, por una primavera en cada uno de nosotros. No dejéis de mirar las primeras flores, los brotes que salpican árboles y matorrales, dispuestos a contradecir las heridas de la nieve y de todo lo demás. A pesar de todo, necesitamos la esperanza.

Permitidme que me mantenga suspendida de esa belleza, alojada en las nubes y las flores más tempranas, las que se atreven a desafiar madrugadas aún frías y heladas a destiempo. Todos los años se precipitan al nacer, se arriesgan a lluvias y ventoleras que siembran las aceras con su osadía. Seamos prudentes en el día a día, pero osados al desear, porque nos hacen falta más fuerzas que nunca.

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