Si atendemos a las noticias de los medios de comunicación, apenas hay motivos para celebrar. Supongo que, por eso, cada quien, sin dejar de abrir los ojos y el pensamiento a cuanto nos rodea, tiene derecho aún a atrincherarse en los espacios de íntima felicidad. Un nacimiento, un tratamiento médico concluido, un nuevo proyecto o un amor… Por supuesto, también un cumpleaños.
Escribo estas líneas para compartir la celebración del mío, el pasado Día del Libro, y agradecer vuestras felicitaciones y vuestra compañía. Sé que hay personas que viven su cumpleaños como quien se topa con un accidente del documento de identidad. No es mi caso.
Siempre lo he celebrado. Y quizás, tras los dos cumpleaños limitados por la pandemia, el primero, encerrada en casa con Fénix; y el segundo, los cincuenta, con restricciones para grupos y desplazamientos, soy aún más consciente de que seguir cumpliendo años, con la certeza de ser una persona afortunada, es una fiesta. Así ha sido también este año.
El primer regalo fue pedirme el día libre. Dormir algo más, levantarme y desayunar sin prisas, atender llamadas y mensajes, devolver la felicitación y el cariño con gratitud y emoción. Al subir la persiana del dormitorio, el reflejo del sol me recibió en un punto donde nunca lo había encontrado. Daba de lleno en la ventana de enfrente, me ofrecía un guiño de luz radiante para lanzarme a los 53. ¡Bienvenidos!
Cuando más tarde salí a la calle para compartir mesa y mantel, el cielo mostraba un azul limpio y espléndido, una fuerza indecible. Lo comenté con mi padre. Ese azul. Me contestó que ya Gómez de la Serna decía que la luz de abril era la mejor de los cielos madrileños y, por tanto, la más adecuada para visitar las salas del Museo del Prado. No dará tiempo en abril, pero tengo que volver al Prado y lo he anotado en los planes del nuevo año vital.
Comida y cena sirvieron para reencuentros, confidencias, alimentar el cuerpo y el espíritu. Rasgué papel de regalo, recibí sorpresas y flores. Tampoco olvidé entrar en una librería para unir mi celebración personal con el Día del Libro. Desde que tengo memoria, nunca ha faltado un libro nuevo en cada cumpleaños. También acudí a mi cita con la lectura y el aprendizaje de la escritura, en el taller de los martes. Escribir y leer me han constituido desde la infancia. Los libros jalonaron el camino. Los borradores propios, también.
Soy quien soy por mis ancestros y mis circunstancias, celebro cumplir años y sigo aprendiendo. Me interrogo por los aspectos que no me gustan y miro con la perspectiva del tiempo en quién me he convertido. En mi caso, todo cumpleaños es un balance. No he podido evitar pensar en la niña que soñaba ser escritora, sin el referente de nombres de mujeres donde poder reconocerse; tampoco en la joven que dudó entre estudiar Políticas o Periodismo. Finalmente, me decanté por el amor a las palabras, confiando, ingenua hasta la médula, en un periodismo capaz de ayudar al cambio social y contribuir a mejorar el nivel educativo y cultural de la sociedad.
En estos días, reconozco los espejos astillados, los sueños rotos y también, el material de construcción del futuro. En política, hubiera durado un cuarto de hora. En cuanto al periodismo, me queda este espacio irrelevante desde el que escribo algunos artículos sabiendo que no voy a cambiar nada. Si acaso, ayudar a la reflexión de otra persona tan aturdida como yo misma, con parecidas preguntas sin respuestas.
Somos los espectadores de una realidad atroz donde la vida y la verdad no valen nada. Donde los muertos del genocidio de Gaza son la cifra de un informativo, una frase telegráfica que responde a la exigencia de un titular bien escrito, aunque carezca de alma y consecuencias: “las autoridades de Gaza estiman en 34.350 los muertos en la Franja por la ofensiva de Israel”.
Entre tanto, en nuestro país, un montón de noticias prefabricadas desde el odio y la mentira alimentan el mecanismo de una justicia estéril y ponen en peligro los valores democráticos. No es nuevo, ha ocurrido en Brasil y Portugal, por citar un par de ejemplos. Y quizás, como ha comentado el ensayista César Rendueles en una red social, comenzó el 11 de marzo de 2004, cuando las familias de los muertos del peor atentado de nuestra historia fueron insultadas y calumniadas por quienes no se resignaban a la derrota electoral, consecuencia de otras mentiras. Me temo que nuestra democracia heredó una carga y unos manejos que tal vez sean demasiado venenosos para su futuro, como explica de forma magistral Ignacio Escolar, en el artículo titulado ¿Merece la pena?
No obstante, en medio del ruido y nuestro cansancio, aunque cueste, hay que seguir defendiendo la esperanza. Seguir escribiendo y leyendo para no dejar que el cerebro y el corazón sean colonizados por la insidia y la maldad. Resistir desde la alegría y la celebración de la vida, que es lo único que tenemos, sin perder la memoria ni la dignidad. Para ayudarme, rescato las palabras preliminares en la antología poética de Juan Carlos Mestre, titulada La desobediencia de las palabras, recientemente editada por Bartleby. “¿Qué puede decir el poeta en estos tiempos sombríos?”, se pregunta Crespo Massieu, responsable de la selección y el prólogo, que responde partiendo de la voz de Mestre: “alentar el discurso de lo imprevisible, ser una voz más en la república de la imaginación, defender la alegría y ayudar a construir la casa de la verdad”.
Cierro estas líneas desde la resistencia que conocemos los que no hemos sido hijos ni nietos del privilegio sino del esfuerzo. Pongo un punto y seguido en mi pequeña celebración de la vida con la belleza del álamo que todos los días veo desde mi ventana. Hace algunos veranos, por la noche, alguien quemó un contenedor próximo. El fuego alcanzó su corteza y las ramas más bajas. Aún quedan huellas de esas heridas, pero cada primavera se llena de hojas nuevas y ya es el árbol más alto de la plaza.