Nieva sobre Madrid. Nevará tres días seguidos y es noticia. Esperábamos la nieve, la previsión era clara y fue repetida hasta el hartazgo. Aún así, la nieve nos sorprende. Tres días de nieve sobre las aceras, sobre los coches aparcados y los parques, sobre los contenedores de basura y las marquesinas de los autobuses. Tres días de una cantidad de nieve inusitada sobre la capital. Escribo estas líneas mientras va cuajando sobre todas las superficies, donde dará paso al hielo y al peligro. Progresivamente, será difícil avanzar por las aceras e incluso por la calzada.
Vemos la nieve desde el cobijo de un techo y su calor. Y pensamos en ese refrán, “año de nieves, año de bienes”. Seguimos queriendo mantener la esperanza, a pesar de que se nos ha resquebrajado entre las manos en los primeros días de enero. También sabemos que cada refrán tiene su lado oscuro, su contrapropuesta, aunque esta vez no nos viene a la cabeza y no queremos buscarlo. Por eso, no sabemos cómo interpretar esta nieve, tan blanca.
Nieva en el exterior pero se nos mete en casa porque las habitaciones tienen un blanco extraño, una luz refulgente que viene de afuera. Es una luz distinta a la habitual. La luz de las habitaciones tiene un reflejo de plata, el de ese cielo pálido que se confunde con las tejas blanqueadas.
El tiempo se detiene. Son días raros. Es fácil quedarse, igual que la nieve, suspendido mientras cae. Suave y agitada, pacífica y belicosa, por momentos. A pesar de la fuerza de algunos instantes en los que la tormenta arrecia, la nieve transmite paz. Va generando un manto blanco, un manto que desde mi ventana es una invitación de belleza.
Fénix mira la nieve y de vez en cuando hace el ademán de querer atrapar los copos que ve. Contemplo las cabriolas de un perro que la disfruta en el pequeño jardín que hay frente a mi edificio. Yo quisiera tener la determinación de Fénix y la alegría de ese perro, brincar la nieve como si fuera un juego. Ser cómplice de la diversión imprevista y fugaz.
Pero sabemos que hay gente muy cerca que no tiene luz, que hay gente cerca y lejos que no podrá pagar el recibo de la luz. Sabemos tantas cosas que la nieve, a duras penas puede ser la nieve de la infancia. Y a pesar de todo, la nieve es un imán y parece haber llegado para ejercer cierto alivio. Contemplarla nos cura un poco, como si su manto suave diera una pausa sobre nuestro corazón cansado, como si su dulce caída fuera un bálsamo para el dolor.
Me quedo durante las horas muertas mirando caer la nieve, mirando nevar. Voy de una ventana a otra constatando su avance. Cada vez que me asomo hay más blanco. Hay huellas de quienes se atrevieron a dar los primeros pasos sobre las zonas donde ha cuajado. En la terraza del bar de abajo la nieve se ha sentado sobre las sillas metálicas cubiertas de blanco a esperar que alguien traiga un café.
Nieva y queremos pensar en año de bienes.
Antecedentes y consecuencias
Escribí el texto anterior en la tarde noche del viernes. Durante el día había empezado la nevada copiosa. Nunca me gusta publicar un texto sin darle reposo, salvo que alguna urgencia cambie los hábitos. Había escrito, con toda la intención, un texto de nieve y esperanza. Me acosté sabiendo que envejecería rápido. Que el sábado sería difícil no hablar de víctimas mortales y miles de afectados. Aún así, dejé reposar las palabras como si pudieran dormir sobre el alféizar de mis ventanas.
Y a las dos de la madrugada, se fue la electricidad de mi zona. Varios bloques quedaron sin luz. Las calderas de la calefacción se pararon y los pies empezaron a enfriarse incluso dentro de la cama. Las horas avanzaban y se iban esfumando las opciones de una ducha matinal y un desayuno que entonaran el cuerpo.
Pensé en quienes escribí anoche. En los que se ven privados de electricidad. De pronto, mi vecindario y yo misma éramos ellos. En la comodidad de nuestros hogares, la mayoría no disponemos de las estufas de butano ni los infernillos que están usando desde hace tres meses en la Cañada Real, pero nosotros podíamos confiar en unos muros un poco más firmes y en que el suministro tardaría solo unas horas en volver. Al final, han sido quince horas y se han hecho muy largas. Han mostrado por qué los servicios esenciales reciben ese nombre y que no son negociables ni aplazables.
La temperatura iba bajando en casa mientras yo no podía hacer seguimiento de la avería: mi teléfono se había quedado sin batería y la tablet no encontraba la red de un wifi apagado. Las horas iban pasando y que anocheciera empezaba a convertirse en amenaza. Afortunadamente, a media tarde ha vuelto la luz. Me he hecho una infusión y la he llenado de miel y jengibre. El termostato se ha empezado a recuperarse (de los 14º grados que marcaba ya va por 18º), y he puesto a cargar todos los dispositivos que me conectan con el mundo.
Por si acaso, este texto no va a esperar a mañana. Igual que no he esperado para dar las gracias a mi vecina, que me preparó un café con leche y me calentó la comida en su cocina de gas. Ese ha sido el calor de la jornada, junto a los mensajes de ánimo y preocupación, el apoyo desde un lejos que era cerca.
Ayer quise escribir un texto de nieve y esperanza, y hoy me mantengo en el propósito. Por eso no cito a los responsables políticos ni a la compañía eléctrica. Para que nada ni nadie manchen la nieve, y lo que alberga de infancia y belleza.